21 de abril de 2010

Visions of Johanna (1966): Fue el mes de Abril más gris y húmedo que recuerde. Bogotá estaba oscura, llena de paraguas y de pañuelos de papel en los bolsillos de las personas, llena de charcos transparentes que devolvían reflejos a la gente que los miraban con sus rostros amortajados. Un Abril roto y corto de dos semanas apenas, o tres.

Los días largos eran vecinos de las noches cortas y los pensamientos inevitables. El trayecto en colectivo hasta el Hospital San José lo pasaba mirando cómo las gotas de lluvia se rompían contra el cristal de las ventanas o abriendo sobres de monitas del álbum Panini del mundial de Alemania 2006. Desde la calle 13 hasta el hospital todo apestaba: los vendedores ambulantes, los mendigos, los rateros, las monjas, los pobres, los ricos, mis manos yertas, el cigarro en mi boca, todo.

En el hospital la situación era insoportable. El corazón inquebrantable de mi abuelo Humberto, arrodillado frente al padre carpintero del Cristo, contrastaba con su mirada vencida que intentaba disimular para no contaminar de derrota a sus cuatro hijos. Recuerdo en sus manos los panes y las veladoras que ofrendó esa Semana Santa.

Ya de noche, en la casa, guardábamos el pan en una canasta y prendíamos la veladora junto a la Virgen María que aún permanece en el antejardín. Sentados en la sala le enseñaba las monitas del álbum deteniéndome en los cracks, al tiempo que sus pies descansaban en un cojín viejo que ponían en el piso todas las noches mientras miraban televisión.

La noticia llegó con una mañana de viernes en la que el frío espantaba el aliento. Yo escribía las primeras líneas de mi tesis cuando escuché el teléfono y luego a mi papá subír las escaleras y balbucear fuertemente lo que nos temíamos. Llamé a Wolf y le conté también. La tarde anterior a la salida del Hospital San Ignacio -después de un traslado inútil- rompí en llanto lejos de todos, negando lo evitable y lo inevitable.

Una semana después, de regreso casa, el disco de Dylan sonó una y otra vez; y todo el camino aquella extrañana canción. Las cenizas de María Ana, mi abuela, se las había llevado el río dejando intacto a ese dolor insaciable que me controlaba. En mi habitación volví al único refugio tibio en medio de esa sensación fría de abandono irreparable: esa canción de Dylan que contiene aquel verso que reza "la radio de música country suena bajito pero no hay porqué apagarla".

Las visones de Johanna me traen consigo a María Ana Vega Montero. Siempre.

 

1 comentario:

Juan Pablo Angarita Bernal dijo...

Yo sí escuché. Yo sí escuché. Siempre me manda directo a Dylan. Otra vez.